jueves, 25 de julio de 2013

El Yaguareté-abá



 El Yaguareté-abá


El Dr. Lafone Quevedo al hablar de ciertas creencias actuales en la región noroeste de la República, dice:
"Hasta de hoy el pueblo bajo de todos aquellos lugares cree que muchos tigres (Uturuncos) son hombres transformados y para ellos tiene algo de non sancto el que los caza; cuando la fiera llega a mascar, como dicen, a su cazador, parece que causa cierto placer a los que oyen o cuentan el lance".
Como puede verse, aquí hállase la metamorfosis del hombre en tigre.
Si abandonamos la región occidental quichua-calchaquí, y nos dirigimos hacia la oriental guaraní, veremos con sorpresa campear las mismas creencias respecto a estas curiosas metamorfosis, que se reproducen en la superstición y leyenda de idéntico modo.
Los cainguaes del Alto Paraná, cuando ven algún tigre cerca de una tumba creen que no es más que el alma del muerto que se ha reencarnado en dicho animal, y no faltan viejas que con gritos y exorcismos tratan de alejarlos.
Los guayanás de Villa Azara creen también en la metamorfosis en vida de algunas personas; más de una vez han creído, al encontrarse con uno de esos felinos, que no era sino el alma de mi buen amigo Pedro Anzoategui, antiguo vecino de allí, a quien respetan mucho y por el que tienen cierto terror supersticioso hasta el punto de llamarlo Tatá aujá, es decir: el que come fuego.
Si a esto pudiera observarse que no es un dato rigurosamente etnológico, puesto que quizás hubieran mediado circunstancias especiales ajenas a sus creencias, como ser sugestiones, etc., no hay que olvidar que los guayanás actuales han heredado de los antiguos indios de las misiones guaraníes sus creencias supersticiosas, las que no han hecho otra cosa que revivir en este caso, como se verá más adelante, por lo que se refiere a las mismas.
En la provincia de Entre Ríos, habitada antiguamente por la nación Minuana, se conserva también una leyenda, que he podido recoger, sobre la reencarnación del alma de un hombre en un tigre negro. Naturalmente, con el transcurso del tiempo esta leyenda se ha modificado mucho.
Cuentan los viejos que sobre la costa del río Gualeguay vivía un hombre muy bueno. Cierta noche fue alcanzado por una partida de malhechores que lo asesinaron sin piedad para robarlo. Poco tiempo después, de entre los pajonales del río, un enorme tigre negro salió al encuentro de uno de los malhechores que iba acompañado de otros vecinos, y dirigiéndose hacia él lo mató de un zarpazo, sin herir a los otros.
Este tigre negro, con el tiempo, concluyó por matar a todos los asesinos del finado, entresacándolos siempre de entre muchas otras personas, sin equivocarse, lo que dio margen a que se creyera que el tigre negro no era sino la primera víctima que así se transformó para vengarse de ellos.
Pero la leyenda antigua es la del Yaguareté-abá, exactamente igual a la de los hechiceros uturuncos, citada por el señor Lafone Quevedo.
En Misiones, Corrientes y Paraguay es fácil oír hablar de los Yaguareté-abás, los que creen sean indios viejos bautizados, que de noche se vuelven tigres, a fin de comerse a los compañeros con quienes viven o a cualesquiera otras personas. La infiltración cristiana dentro de esta leyenda se nota no sólo en lo de bautizado, sino también en el procedimiento que emplean para operar la metamorfosis.
Para esto, el indio, que tan malas intenciones tiene, se separa de los demás, y entre la oscuridad de la noche, y al abrigo de algún matorral, se empieza a revolcar en el suelo, de izquierda a derecha, rezando al mismo tiempo un credo al revés, mientras cambia de aspecto poco a poco. Para retornar a su forma primitiva hace la operación en sentido contrario.
El Yaguareté-abá tiene el aspecto de un tigre, con la cola muy corta, y como signo distintivo presenta la frente desprovista de pelos. Su resistencia a la muerte es muy grande, y la lucha con él es peligrosa.
Entre los innumerables cuentos que he oído referiré el siguiente. En una picada cerca del pueblo de Yutí (República del Paraguay), hace muchos años, existía un feroz Yaguareté-abá, que había causado innumerables víctimas.
No faltó un joven valeroso que resolvió concluir con él, y después de haber hecho sus promesas y cumplido con ciertos deberes religiosos, se armó de coraje y salió en su busca. Algo tarde, se encontró con el terrible animal, a quien atropelló de improviso, hundiéndole una cuchillada. El Yaguareté disparó velozmente, siguiéndole nuestro caballero matador de monstruos, por el rastro de la sangre, hasta dar con él a la entrada de una gruta llena de calaveras y huesos humanos roídos.
Allí se renovó la lucha, y puñalada tras puñalada, se debatían de un modo encarnizado, sin llevar ventaja. Ya le había dado catorce, por cuyas anchas heridas manaba abundante sangre, cuando se acordó que sólo degollándolo podía acabar con él. Con bastante trabajo, consiguió separarle la cabeza del cuerpo, de conformidad al consejo que le habían dado, y recién entonces pudo saborear su triunfo definitivo.
Nuestro héroe se habría evitado tanta fatiga si en cambio le hubiese disparado un tiro con una cuarta de chiara, como único proyectil.

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